Hace unas tres semanas (en el momento de escribir esto) asistí a un seminario en un lugar al norte del Estado de Nueva York, un seminario sobre las comunicaciones y la sociedad. Yo no tenía mucho que hacer, pero estuve allí cuatro días, así que tuve la oportunidad de enterarme de las actividades que se estaban desarrollando*.
* Por si han pensado que violé mis principios y me tomé unas vacaciones, más vale que les diga que me llevé mi máquina de escribir portátil, y que además hice uso de ella.
La primera noche asistí a una conferencia excepcionalmente buena dictada por un caballero extraordinariamente inteligente y encantador, que trabaja en el campo de las cintas de vídeo. Con argumentos atractivos, y en mi opinión, irrefutables, afirmó que las cintas de video representaban la tendencia del futuro en el campo de las comunicaciones, o al menos una de las tendencias.
Señaló que los programas comerciales destinados a cubrir los tremendos gastos de las cadenas de televisión y de los terriblemente ávidos anunciantes no tenían más remedio que atraer a audiencias de decenas de millones de espectadores.
Como todos sabemos, los únicos programas que tienen alguna posibilidad de agradar a entre veinticinco y cincuenta millones de personas son los que evitan cuidadosamente la posibilidad de ofender a nadie. Cualquier cosa que pudiera darles un poco de sabor o de variedad ofendería a alguien y se habría perdido la partida.
Así que sólo sobreviven las papillas insípidas, no porque sean especialmente agradables, sino porque tienen buen cuidado de no resultar desagradables para nadie.
(Bueno, a algunas personas, como a usted y a mí, por ejemplo nos desagradan, pero cuando los magnates de la Unidad contabilizan el número de ustedes y yoes, y de gente como nosotros, el resultado final les provoca desdeñosas carcajadas.)
Pero las cintas de video, capaces de complacer a los paladares más peculiares, solo venden contenido, y no tienen por que enmascararlo con un barniz falso y costoso o con la presencia de alguna renombrada estrella del espectáculo. Si se lanza una cinta sobre estrategias de ajedrez con símbolos de las piezas de ajedrez moviéndose sobre un tablero, no es necesario añadir nada más para vender un número x de copias a un número x de fanáticos del ajedrez. Si cada cinta se vende a un precio que cubra los gastos de su edición (más un honrado margen de beneficios) y si el número de ventas está de acuerdo con lo fijado, entonces todo va bien. Es posible que alguna cinta venda menos de lo previsto, pero también es posible que otra venda mucho más de lo que se esperaba.
Para abreviar, el negocio de las cintas de vídeo sería bastante parecido al de las editoriales.
El orador expuso este punto con toda claridad, y lo dijo: «El manuscrito del futuro no será un fajo de papeles torpemente mecanografiados, sino una secuencia de imágenes hábilmente fotografiada», no pude evitar removerme inquieto en mi silla.
Es posible que al moverme llamara la atención sobre mi persona ya que estaba sentado en la primera fila, porque el orador añadió acto seguido: «Y los hombres como Isaac Asimov se quedarán anticuados y serán sustituidos por otros»
Como es natural, di un brinco, y todo el mundo se rió alegremente ante la ocurrencia de que yo pudiera quedarme anticuado y fuera reemplazado por otro.
Dos días más tarde el orador que iba a hablar aquella tarde llamó desde Londres para comunicar que le era imposible salir de la ciudad, así que la encantadora dama que dirigía el seminario vino a verme y me pidió dulcemente que lo sustituyera.
Como es natural, dije que no tenía nada preparado, y como es natural ella dijo que todo el mundo sabía que no necesitaba prepararme para dar una conferencia maravillosa, y como es natural, me ablandé ante los cumplidos, y como es natural aquella tarde me levanté y como es natural di una conferencia maravillosa*. Todo fue muy natural.
* Bueno, eso fue lo que dijo todo el mundo.
Me resulta imposible contarles qué es lo que dije exactamente, porque, como todas mis charlas, fue improvisada; pero, por lo que recuerdo, en esencia era algo así:
Como hacía dos días que un orador nos había hablado de las cintas de vídeo, presentándonos la fascinante y deslumbrante imagen de un futuro en el que las cintas de video y los satélites dominarían el panorama de las comunicaciones, yo me disponía a servirme de mis conocimientos de ciencia-ficción para explorar un futuro aún más lejano y hablaría de cómo podrían fabricarse cintas de video con métodos mejores y más refinados, haciéndolas aún más sofisticadas.
En primer lugar, el orador nos había mostrado que las cintas tenían que ser decodificadas por un aparato bastante caro y voluminoso, que transmitía las imágenes a una pantalla de televisión y el sonido a un altavoz.
Evidentemente, todo el mundo esperaría que este equipo auxiliar fuera haciéndose más pequeño, más ligero y transportable. En el fondo, lo que se esperaría es que acabara por desaparecer y que se integrara a la misma cinta.
En segundo lugar, para que la información contenida en la cinta se transforme en imágenes y sonido es necesario un gasto de energía que redunda en perjuicio del medio ambiente. (Como cualquier gasto de energía; aunque su uso es inevitable, hay que evitar utilizarla más de lo estrictamente necesario.)
Por consiguiente, es razonable esperar que disminuya la cantidad de energía necesaria para decodificar las cintas.
En último término, esperaríamos que disminuyera tanto como para llegar a desaparecer por completo.
Por tanto, podemos imaginarnos una cinta que fuera completamente transportable y autónoma. Seria necesario emplear energía en su fabricación, pero no en su utilización, y tampoco sería necesario un equipo especial para su uso posterior. No sería necesario enchufarla en la pared ni cambiarle las pilas, y podría ser transportada para ser vista en el lugar en que cada uno encontrara más cómodo: en la cama, en el cuarto de baño, en un árbol o en el ático.
Una cinta de video de estas características produce sonidos, como es natural, y también desprende luz. Evidentemente su usuario debe recibir con claridad las imágenes y el sonido, pero sería un inconveniente que molestara a otras personas que posiblemente no estarían interesadas en su contenido. Idealmente, esta cinta autónoma y transportable sólo tendría que ser vista y oída por el usuario.
Por muy sofisticadas que sean las cintas existentes en la actualidad en el mercado o previstas para un futuro próximo, siempre tienen necesidad de controles. Tiene que haber una palanca o un interruptor para encenderlas y apagarlas, y otros para controlar el color, el volumen, el brillo, el contraste y todas esas cosas. Mi idea es que esos controles pudieran ser manejados, en la medida de lo posible, por la voluntad.
Me imagino una cinta que deje de correr en el momento en que se aparte la mirada. Permanece parada hasta que se le vuelve a prestar atención, momento en el cual vuelve a ponerse en marcha inmediatamente. Me imagino una cinta que corre más deprisa o más despacio, hacia adelante o hacia atrás, a saltos o con repeticiones, dependiendo únicamente de la voluntad del usuario.
Admitirán ustedes que una cinta de estas características constituye un perfecto sueño futurista: autónoma, transportable, sin consumo de energía, absolutamente privada y controlada en gran medida por la voluntad.
Ah, pero soñar no cuesta nada, así que seamos prácticos. ¿Es posible la existencia de una cinta así? Mi respuesta es: si, naturalmente.
La siguiente pregunta es: ¿cuántos años habrá que esperar antes de conseguir una cinta tan increíblemente perfecta?
También tengo respuesta para eso, y una respuesta bastante concreta. La conseguiremos dentro de menos cinco mil años, porque lo que acabo de describir (como es posible que hayan adivinado), ¡es el libro!
¿Estoy haciendo trampas? ¿Acaso usted opina, amable lector, que el libro no es la cinta más refinada posible, ya que sólo ofrece palabras y no imágenes, que las palabras sin imágenes son un tanto unidimensionales y están divorciadas de la realidad, que es imposible que las palabras por sí solas nos transmitan información relativa a un universo que se manifiesta en imágenes?
Bien, vamos a considerar la cuestión. ¿La imagen es más importante que la palabra?
No cabe duda de que si sólo tenemos en cuenta las actividades puramente físicas del hombre, el sentido de la vista es con diferencia la manera más importante que tenemos de reunir información sobre el Universo. Si me dieran a elegir entre correr por un terreno escabroso con los ojos vendados y un sentido del oído muy agudo o con los ojos abiertos y sin poder oír nada, sin ninguna duda preferiría utilizar los ojos. De hecho, si tuviera los ojos cerrados, pondría la máxima atención en cualquier movimiento que realizara.
Pero el hombre inventó la palabra durante las primeras fases de su desarrollo. Aprendió a modular el aliento al espirar, y a utilizar distintas modulaciones del sonido como símbolos establecidos de objetos materiales y de diferentes acciones y —lo que es mucho más importante— de conceptos abstractos.
Por último, aprendió a codificar los sonidos modulados en señales visibles que podían ser traducidas mentalmente a sus sonidos correspondientes.
Un libro, no es necesario que lo diga, es un dispositivo que contiene lo que podríamos llamar un «discurso almacenado».
El lenguaje constituye la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales (excepto quizás el delfín, que posiblemente haya desarrollado un lenguaje, pero no un sistema para almacenarlo).
El lenguaje y la capacidad potencial de almacenarlo no sólo distinguen al hombre del resto de las especies vivas ahora o en el pasado; además es algo que todos los hombres tienen en común. Todos los grupos conocidos de seres humanos, por muy «primitivos» que sean, saben hablar y utilizar un lenguaje. He oído decir que algunos pueblos «primitivos» utilizan lenguajes muy complejos y sofisticados.
Lo que es más, todos los seres humanos con una mentalidad incluso inferior a la normal aprenden a hablar a una edad temprana.
Como el lenguaje es el atributo universal de todo el género humano, ocurre que nos llega más información, en nuestra calidad de animales sociales, a través del lenguaje que a través de las imágenes.
Y no estoy hablando de cantidades ni siquiera similares. El lenguaje y las formas de almacenarlo (la palabra escrita o impresa) constituyen la fuente abrumadoramente mayoritaria de la información que obtenemos, hasta tal punto que sin ella estaríamos indefensos.
Para poner un ejemplo, pensemos en un programa de televisión, normalmente compuesto de imágenes y lenguaje, y vamos a preguntarnos qué ocurre cuando prescindimos de aquéllas o de éste.
Supongamos que oscurecemos la imagen y dejamos puesto el sonido. ¿No seguiremos teniendo una idea bastante aproximada de lo que está ocurriendo? Es posible que en algunos momentos haya mucha acción y poco sonido, dejándonos frustrados ante la pantalla oscura y en silencio, pero si se supiera por anticipado que no se iba a ver la imagen, sería posible añadir algunos comentarios, y nos enteraríamos de todo.
De hecho, la radio está basada únicamente en el sonido; se servia del lenguaje y de «efectos sonoros». Es decir, en algunos momentos el diálogo se servia de artificios para compensar la falta de imágenes: «ahí viene Harry. Oh, no ha visto el plátano. Oh, ha pisado el plátano. Ahí va.» Pero, por lo general, no era difícil enterarse. No creo que ningún oyente de la radio echara realmente de menos la falta de imágenes.
Pero volvamos a la televisión. Quitemos ahora el sonido y dejemos la imagen intacta: perfectamente enfocada y a todo color. ¿Qué es lo que sacamos en limpio? Muy poco. Ni todas las expresiones de emoción de los rostros, ni todos los gestos apasionados, ni todos los trucos de la cámara, dirigiéndose aquí y allá, son capaces de transmitirnos más que una vaga idea de lo que está ocurriendo.
Además de la radio, que utilizaba únicamente el lenguaje y sonidos diversos, estaban las películas mudas, que eran sólo imágenes. Los actores de estas películas, que no disponían del sonido ni del lenguaje, tenían que «emocionar». Oh, los ojos relampagueantes; oh, las manos que se llevaban a la garganta, que se agitaban en el aire, que se alzaban al cielo; oh, los dedos que apuntaban confiadamente hacia el cielo, o firmemente hacia el suelo, o airadamente hacia la puerta; oh, la cámara que se acercaba para enseñarnos la piel de plátano en el suelo, el as en la manga, la mosca en la nariz. Y, con todos los recursos de la inventiva visual en sus manifestaciones más exageradas, ¿qué es lo que ocurría cada quince segundos? La acción se detenía por completo y aparecían unas palabras en la pantalla.
Esto no quiere decir que no sea posible comunicarse, en cierto modo, sirviéndose únicamente de los recursos visuales: utilizando imágenes pictóricas. Un mimo hábil como Marcel Marceau o Charlie Chaplin o Red Skelton es capaz de hacer maravillas; pero la razón de que les observemos y aplaudamos es precisamente que sean capaces de comunicar tanto sirviéndose únicamente de imágenes.
De hecho, nos divertimos jugando a las charadas, intentando que otras personas adivinen una frase sencilla que nosotros «representamos». No sería un juego tan popular si no exigiera mucho ingenio, y aun así, los jugadores idean series de señales y estratagemas que (lo sepan o no) se sirven de los mecanismos del lenguaje.
Dividen las palabras en sílabas, indican si una palabra es larga o corta, utilizan sinónimos y sonidos similares. Al hacerlo, están sirviéndose de imágenes visuales para hablar.
Sin valerse de ningún truco relacionado con alguna propiedad del lenguaje, sirviéndose únicamente de los gestos y las acciones, ¿serían ustedes capaces de comunicar una frase tan sencilla como «Ayer hubo un atardecer muy bonito, rosa y verde»?
Claro que ustedes podrían objetar que una cámara de cine puede fotografiar una hermosa puesta de sol. Pero para ello es necesario invertir una gran cantidad de tecnología, y no estoy seguro de que eso les informara de que la puesta de sol fue así ayer (a menos que la película truque el calendario, que también es una forma de lenguaje).
O piensen en esto: las obras de Shakespeare fueron escritas para ser representadas. La imagen era parte esencial de ellas. Para apreciar todo su sabor, hay que ver a los actores y observar sus acciones. ¿Cuánto dejarían de entender si asisten a una representación de Hamlet y cierran los ojos, concentrándose únicamente en escuchar?
¿Cuánto dejarían de entender si se tapan los oídos y se concentran únicamente en mirar?
Una vez que he expuesto claramente mi creencia de que un libro, formado por palabras y no por imágenes, no pierde demasiado por esta falta de imágenes y, por tanto, es más que razonable considerarlo como una variante tremendamente sofisticada de una cinta de video, voy a cambiar de terreno y a servirme de un argumento aún mejor.
Un libro no carece de imágenes en absoluto: tiene imágenes. Lo que es más, imágenes mucho mejores —al ser personales— que cualquiera de las que la televisión podría ofrecernos jamás.
¿Acaso no acuden imágenes a su mente cuando está leyendo un libro interesante? ¿Acaso no ven mentalmente todo lo que está ocurriendo?
Esas imágenes son suyas. Le pertenecen a usted y sólo a usted, y son infinitamente mejores para usted que aquellas que otros le presentan sin que se lo pida.
Una vez vi a Gene Kelly en Los tres mosqueteros (la única versión que he visto que se mantiene razonablemente fiel al libro). La pelea de espadachines entre D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, por un lado, y los cinco hombres de la guardia del cardenal, por el otro, que ocurre casi al principio de la película, era verdaderamente maravillosa.
Por supuesto, se trataba de un baile, y disfruté muchísimo con él... Pero Gene Kelly, por mucho talento de bailarín que tenga, no encaja en la imagen de D'Artagnan que yo tengo en la cabeza, y durante toda la película me sentí a disgusto porque violentaba «mi» visión de Los tres mosqueteros.
Esto no quiere decir que, en ocasiones, no resulte que un actor encaja exactamente con nuestra propia visión.
Resulta que para mí Sherlock Holmes es precisamente Basil Rathbone. Pero es posible que para usted Sherlock Holmes no sea Basil Rathbone; podría ser Dustin Hoffman. ¿Por qué tendrían todos nuestros millones de Sherlock Holmes que encajar en un único Basil Rathbone?
Ya ven, por tanto, por qué un programa de televisión, por maravilloso que sea, nunca podrá proporcionar tanto placer, ser tan absorbente y ocupar un lugar tan importante en la vida de la imaginación como un libro. Para ver el programa de televisión sólo tenemos que poner la mente en blanco y sentarnos apáticamente mientras nos dejamos invadir por el despliegue de imágenes y sonidos, sin que nuestra imaginación intervenga para nada. Si hay otras personas viéndolo, también se dejan llenar hasta arriba exactamente de la misma manera, todas ellas, y con exactamente las mismas imágenes sonoras.
En cambio, el libro exige la colaboración del lector.
Insiste en que tome parte en el proceso.
Al hacerlo, nos ofrece una interrelación de la que el lector dispone a su gusto según sus necesidades, que se justa exactamente a sus características y a su idiosincrasia.
Cuando leemos un libro, creamos nuestras propias imágenes, los sonidos de las diferentes voces, los gestos, las expresiones y emociones. Creamos todo excepto las mismas palabras. Y si la creación nos produce algún placer, el libro nos ha dado algo que el programa de televisión es incapaz de darnos.
Además, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, no obstante cada una de ellas crea sus propias imágenes, sus propias voces, sus propios gestos, expresiones y emociones. No será un solo libro, sino diez mil libros. No será obra exclusivamente de su autor, sino el producto de la interacción del autor con cada uno de los lectores por separado.
Por tanto, ¿qué es lo que podría sustituir al libro?
Admito que el libro puede sufrir alteraciones en algunos aspectos secundarios. Hubo una época en que se escribía a mano; ahora se imprime. La tecnología de la publicación de libros impresos ha progresado de mil maneras, y es posible que en el futuro los libros puedan visualizarse electrónicamente en la pantalla de televisión de nuestras casas.
Pero en último término, nos encontraremos a solas con la palabra impresa, y ¿qué podría sustituirla?
¿No estaré tomando mis deseos por realidades? ¿No será que como me gano la vida con los libros no quiero aceptar el hecho de que los libros puedan ser reemplazados por otra cosa? ¿Me estaré limitando a inventar argumentos ingeniosos para consolarme?
Nada de eso. Estoy seguro de que los libros no serán sustituidos en el futuro, porque no lo han sido en el pasado.
Desde luego, hay muchos más espectadores de televisión que lectores de libros, pero esto no es ninguna novedad. Los libros siempre han sido una actividad minoritaria. Había muy poca gente que leyera antes de la televisión y antes de la radio y antes de cualquier cosa que se les pueda ocurrir.
Como he dicho, los libros son absorbentes y exigen una cierta actividad creativa por parte del lector. No todo el mundo, en realidad muy pocas personas, están dispuestas a dar lo que éstos requieren, así que no leen ni leerán. No renuncian a ello porque el libro les decepcione de algún modo, sino por naturaleza.
La verdad es que me gustaría insistir en que leer es difícil, excesivamente difícil. No es como hablar, algo que hasta los niños que no tienen una inteligencia normal aprenden sin necesidad de un programa de enseñanza consciente. Basta con el impulso de imitación que se manifiesta a partir del primer año.
Por el contrario, leer requiere un cuidadoso aprendizaje que pocas veces tiene éxito.
El problema es que nos engañamos a nosotros mismos con nuestro concepto de lo que es saber leer y escribir. Casi todo el mundo puede aprender (si lo intenta con bastante interés y durante el tiempo suficiente) a leer las señales de tráfico y comprender las instrucciones y los avisos y carteles, y a descifrar los titulares de los periódicos. Siempre que el mensaje impreso sea corto y razonablemente sencillo y que la motivación para leerlo sea grande, casi todo el mundo sabe leer.
Y si esto es saber leer, entonces casi todos los norteamericanos saben leer. Pero si luego nos preguntamos por la razón por la que tan pocos norteamericanos leen libros (parece ser que el norteamericano medio que ha completado los estudios primarios no lee ni siquiera un libro al año), nos estamos engañando con nuestra interpretación de lo que es saber leer.
Pocas personas de las que saben leer, en el sentido de ser capaces de leer un cartel de PROHIBIDO FUMAR, llegan a familiarizarse con la palabra impresa y a realizar con facilidad el proceso de decodificar rápidamente las pequeñas y complicadas formas que representan sonidos modulados hasta el punto de estar dispuestos a emprender una lectura prolongada, como, por ejemplo, la de abrirse camino por un marasmo de mil palabras consecutivas.
No creo que esto se deba únicamente a un fallo de nuestro sistema educativo (aunque Dios sabe que es un fallo). No es de esperar que si, por ejemplo, se enseña a todos los niños a jugar al béisbol, todos ellos lleguen a ser jugadores de béisbol de primera clase, o que todos los niños que aprenden a tocar el piano se conviertan en pianistas de talento. En casi todos los campos del esfuerzo humano aceptamos la idea de que es necesaria la existencia de un cierto talento que puede ser alentado y desarrollado, pero que no es posible crear de la nada.
Bueno, en mi opinión la lectura también es un talento.
Se trata de una actividad muy difícil. Permítanme que les cuente cómo la descubrí.
De adolescente leía de vez en cuando revistas de historietas, y mi personaje preferido, si les interesa saberlo, era Scrooge McDuck. En aquella época las revistas de historietas costaban diez centavos, pero por supuesto yo las leía gratis porque las cogía del quiosco de mi padre.
Aunque siempre me asombraba de que alguien pudiera ser tan tonto como para pagar diez centavos cuando bastaba con hojear la revista en el quiosco durante un par de minutos para leérsela entera.
Después ocurrió que un día iba a la Universidad de Columbia en el metro; estaba agarrado a mi correa en un vagón atestado de gente y no tenía nada a mano para leer.
Afortunadamente, la chica que iba sentada frente a mí estaba leyendo una revista de historietas. Era mejor que nada, así que me coloqué de manera que pudiera ver las páginas y leerlas al mismo tiempo que ella. (Afortunadamente, puedo leer al revés con tanta facilidad como al derecho.)
Pasaron algunos segundos y pensé: ¿por qué no le da la vuelta a la página?
Por fin, lo hizo. Tardaba varios minutos en acabar cada doble página, y mientras estaba observando sus ojos que iban de una viñeta a la siguiente y sus labios que murmuraban cuidadosamente cada palabra, tuve una súbita revelación.
Estaba haciendo lo que yo haría si estuviera descifrando palabras inglesas escritas en caracteres hebreos, griegos o cirílicos. Como no conozco estos alfabetos más que por encima, primero tendría que reconocer cada letra, recordar su sonido, luego unirlas y después reconocer la palabra.
Luego tendría que pasar a la siguiente palabra y hacer lo mismo. Después de haber descifrado varias palabras de este modo, tendría que volver atrás e intentar combinarlas.
Pueden apostar a que en esas circunstancias yo leería bien poco. La única razón de que lea es que cuando miro una línea impresa inmediatamente veo las palabras ya formadas.
Y la diferencia entre el lector y el no-lector se va haciendo cada vez mayor con el paso de los años. Cuanto más lee un lector, más información va acumulando, más amplía su vocabulario y más se va familiarizando con las diversas alusiones literarias. Cada vez le resulta más fácil y más divertido leer, mientras que al no-lector cada vez le resulta más difícil y menos gratificante.
El resultado es que hay, y que siempre ha habido (sea cual sea el supuesto nivel cultural de una sociedad determinada) lectores y no-lectores; aquellos constituyen una pequeña minoría de, supongo, menos del uno por ciento.
He calculado que unos cuatrocientos mil norteamericanos han leído alguno de mis libros (de una población de doscientos millones), y yo soy considerado, y yo mismo me considero, un autor de éxito. Si se vendieran dos millones de ejemplares de un libro determinado en todas las ediciones estadounidenses, seria un notable éxito de ventas, y esto sólo significaría que un uno por ciento de la población de los Estados Unidos se habría animado a comprarlo.
Además, estoy seguro de que al menos la mitad de los compradores no conseguirían hacer otra cosa que recorrerlo a trompicones para encontrar los pasajes subidos de tono.
Estas personas, estos no-lectores, estos receptores pasivos de entretenimiento, son terriblemente volubles. Pasan de una cosa a otra, buscando continuamente algún dispositivo que les dé el máximo posible y les exija el mínimo esfuerzo.
De los juglares a los actores de teatro, del teatro a las películas, de las películas mudas a las sonoras, del blanco y negro al color, del tocadiscos a la radio y de nuevo al tocadiscos, de las películas a la televisión y luego a la televisión en color y luego a las cintas de vídeo.
¿Qué importa?
Pero mientras tanto esa minoría de menos del uno por ciento se mantiene fiel a los libros. Sólo la palabra impresa puede exigirles tanto, sólo la palabra impresa puede obligarles a mostrarse creativos, sólo la palabra impresa puede adaptarse a sus deseos y necesidades, sólo la palabra impresa puede darles lo que no podría darles ninguna otra cosa.
Puede que el libro sea un invento antiguo, pero también es definitivo y nada convencerá a los lectores de que lo abandonen. Se mantendrán como minoría, pero se mantendrán.
Así que, a pesar de lo que dijo mi amigo en su conferencia sobre las cintas de video, los autores de libros no se quedarán nunca pasados de moda ni serán sustituidos. Puede que escribir no sea una buena manera de hacerse rico (¡oh, bueno, y qué importa el dinero!), pero siempre existirá como profesión.
NOTA
En ciertos aspectos, éste ha resultado ser el artículo que más éxito ha tenido. Se ha reeditado más a menudo que ningún otro, y hasta se han llegado a publicar frases escogidas en marcadores para libros, distribuidos gratis por las bibliotecas.
Por supuesto, hay quien ha dicho que al defender el libro obraba en interés propio, que estaba intentando fomentar el consumo de aquello mediante lo cual me gano modestamente la vida.
Si es así, estoy demostrando que soy terriblemente poco eficaz. Si lo único que me preocupara fuera hacerme rico, no intentaría hacerlo pregonando las excelencias de los libros en un sesudo artículo. Escribiría novelas llenas de sexo, violencia y perversión. Así me iría mucho mejor. O me iría a California a escribir guiones, jugar al tenis y bañarme en la piscina. Así también me iría mucho mejor.
El hecho de que no haga esas cosas y que siga escribiendo mis artículos aquí, en Nueva York, puede ser una señal de que efectivamente me gustan los libros por si mismos, y de que me parece que tienen que ser leídos en beneficio del lector mucho más que en beneficio del autor.
miércoles, 8 de agosto de 2007
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